Editorial
Trotta. Colección: Estructuras y Procesos. Religión.
Num. de Edición: 1
Año de Edición: 2008.
Fecha de
Publicación: 2008. Número páginas: 288.
ISBN: 978-84-8164-963-5.
Sinopsis
Aunque
los fundadores de la Revolución científica fueron un grupo de
pensadores sinceramente creyentes, en el siglo XVIII se inició un
proceso de alejamiento entre religión y ciencia, interpretado por
algunos como un enfrentamiento inevitable en el que aquélla sería
superada por el inmenso poder de ésta. Fruto de una exaltación del
reduccionismo científico es la honda fractura que sufre la cultura
contemporánea entre quienes pretenden rebajar el papel de la razón y
quienes aspiran a revivir con exactitud la pureza de los primeros
ideales ilustrados. Sin embargo, en contra de un estereotipo muy
extendido, muchos científicos siguieron sintiendo la seducción del
enigma de Dios, reflexionando sobre él hasta el punto de elaborar
sistemas muy personales de creencias, movidos por el asombro que en
ellos producían las leyes de la naturaleza.
Este libro analiza
las posturas que mantuvieron ante la idea de Dios y la trascendencia un
número de grandes científicos como Faraday, Maxwell, Darwin, Einstein,
Planck, Monod, Feynman o Hawking, entre otros. Partiendo de sus
testimonios, es posible revisar el problema de las relaciones entre
ciencia y religión para conciliar dos necesidades acuciantes: mantener a
la razón como un elemento imprescindible para conocer el mundo y
resolver sus graves problemas, por un lado, y no olvidarse nunca del
sujeto en aras de la objetividad, por el otro.
Reseña de José Javier Etayo
(publicada originalmente en la revista El cultural, 26-6-2008)Zona
de convivencias y desencuentros, carente muchas veces de una línea
divisoria entra las dos vías del conocimiento: es ese terreno disputado
por las concepciones que dimanan de las observaciones y descubrimientos
científicos contra las establecidas por creencias religiosas y
postulados trascendentes. En un principio, y durante mucho tiempo, estas
últimas dominaron el proceso y pretendieron explicar con argumentos de
autoridad todo lo concerniente al universo, a la vida y al hombre.
Después, con el nacimiento de la ciencia moderna, asistimos al
desbancamiento progresivo de aquellas doctrinas y a la erección de las
nuevas como único intérprete de todo saber. A la vista de no pocas
declaraciones parece que todavía hoy persisten posturas radicales de uno
y otro signo, pero se va abriendo paso un entendimiento de no
incompatibilidad entre ambas, de que que la ciencia y la razón operan
sobre el mundo natural pero que hay quienes reclaman la creencia en un
mundo sobrenatural del que solamente puede informarnos la fe.
El
profesor Fernández-Rañada lleva tiempo buceando en estos problemas
centrales del hombre. Ésta es la cuarta edición, revisada, desde la
primera aparecida en 1994, cuando se propuso estudiar las actitudes de
los científicos ante la idea de Dios y a analizar bajo este prisma los
grandes temas que parecen más conflictivo: el determinismo y el azar, la
evolución, el origen del universo... Trata de otear si las
cosmovisiones de los científicos dejan lugar a la existencia de un Dios
creador o de alguna realidad no material. Porque de un modo simplista se
suele pensar que todos los científicos se oponen radicalmente al
trascendentalismo religioso, defendiendo un cientifismo basado en que la
ciencia es el único conocimiento verdadero; sin embargo, entre los
científicos se reproduce la misma diversidad que se observa entre las
demás gentes. La capacidad del razonamiento estrictamente científico
para elevarse por sí mismo a cuestiones trascendentales es nula: la
existencia de Dios no es problema sobre el que la ciencia tenga una
competencia especial. Ya Bacos se oponía a conformar el libro de la
naturaleza con el de la Escritura para que no se confundieran ambas
enseñanzas, lo mismo que Kepler pidió que ambos textos se interpretaran
correctamente.
Y es que aquellos pensadores que fundaron la
ciencia moderna en los siglos XVI y XVII, Copérnico, Galileo, Kepler,
Newton, Boyle, Descartes o Pascal, fueron creyentes y, aunque con
visiones muy personales, sincera y profundamente religiosos. El
cientifismo del XIX fundado por Comte a partir del proceso iniciado por
la Ilustración, fue impulsado más por sociólogos y filósofos que por
científicos y produjo un enfrentamiento entre ciencia y religión que
abocaba al ateismo. Pero cada científico siguió vinculado a su creencia o
increencia, y así da cuenta el autor, en su más largo capítulo, de la
posición de los hombres de ciencia más destacados. Por allí desfilan
entre otros Euler, Oersted, Ampère, Faraday, Maxwell, Darwin, Lyell,
Einstein, Planck, Heisenberg, Schöridenger, Pauli, Monod, Feyman,
Gould..., toda una constelación cuya variedad de posturas acredita esa
indefinición del científico ante el hecho religioso cuya naturaleza
pertenece a otro ámbito.
Fernández-Rañada es físico teórico y
aquí da muestras de esa cualidad. Como científico aporta todos los datos
que ha recogido sobre el pensamiento de los representantes más
importantes de la ciencia y, con neutralidad admirable, los estudia sin
que ninguna afirmación extraña al método científico se interfiera en su
argumentación. Trabajo el suyo luminoso, grandemente ilustrativo y digno
de respeto y aceptación. No sé si deja traslucir también,
inevitablemente, su posición personal ante el hecho religioso pero sin
que ello llegue a hipotecar la corrección de su razonamiento. FIN DE LA RESEÑA
Extracto del libro:El siglo XX: Einstein y Planck
El siglo XX se abre con las dos grandes figuras de Max Planck y Albert
Einstein. Examinemos sus opiniones. Albert Einstein es uno de los dos o
tres científicos más grandes de la historia. También es reconocido como
un icono de su época y como tal fue nombrado hace poco "Persona del
siglo xx" por la revista norteamericana
Time. Como explicó en
varios escritos y conferencias, su intenso sentimiento religioso emanaba
de la emoción producida por el orden y la armonía del cosmos49. No veía
ninguna incompatibilidad entre ciencia y religión, ni creía que ésta
pueda ser eliminada o sustituida por la ciencia (pero conviene advertir
que opinaba así de la religión en cuanto actitud personal, no de las
iglesias organizadas socialmente). Durante una reunión en una casa de
Berlín en 1927, el crítico Alfred Kerr se extrañó de haber oído que era
profundamente religioso, tomándoselo a broma. Uno de los asistentes, el
diplomático y escritor conde Harry Kessler, describió en su diario la
escena. Según él, Einstein respondió a Kerr con calma:
Sí,
lo soy. Al intentar llegar con nuestros medios limitados a los secretos
de la naturaleza, encontramos que tras las relaciones causales
discernibles queda algo sutil, intangible e inexplicable. Mi religión es
venerar esa fuerza, que está más allá de lo que podemos comprender. En
ese sentido soy de hecho religioso. Y en una carta de
1936: "Las leyes de la naturaleza manifiestan la existencia de un
espíritu enormemente superior a los hombres [...] frente al cual debemos
sentirnos humildes. El cultivo de la ciencia lleva por tanto a un
sentimiento religioso de una clase especial, que difiere esencialmente
de la religiosidad de la gente más ingenua"5.
En 1929, el
rabino Herbert Goldstein, de la Sinagoga Institucional de Nueva York,
preocupado por una crítica negativa del cardenal de Boston O'Connor,
envió a Einstein un telegrama diciendo: "¿Cree usted en Dios?
Stop.
Respuesta prepagada de cincuenta palabras"52. La contestación fue:
"Creo en el Dios de Spinoza que se revela en la armonía del mundo, no en
un Dios que se ocupa del destino y los actos de los seres humanos".
Einstein sentía una gran admiración por el filósofo Baruch Spinoza,
cuyas obras había estudiado ya en su juventud y cuya visión del mundo le
resultaba próxima a la que él mismo había elaborado a partir de la
física del siglo xix. El sistema filosófico de Spinoza es un panteísmo
en el que Dios, todo razón, geometría y lógica, se identifica con la
estructura del orden cósmico impersonal, y es una deidad sin propiedades
éticas, pues lo bueno y lo malo sólo se refieren a los deseos humanos.
Es pues un Dios no providente que no interviene en el mundo. Se trata de
un sistema inexorablemente determinista en el que el objeto último de
la religión sólo puede ser la armonía del universo. O sea que el Dios de
Einstein, como el de Spinoza, no es personal.
Esta opinión,
tan contraria a la tradición cristiana, causó escándalo en algunos
medios religiosos conservadores y fue interpretada por algunos ateos
como una defensa de su punto de vista. A Einstein, sin embargo, siempre
le molestó ser considerado como ateo, refiriéndose a quienes así lo
hacían para aprovecharse de su autoridad con expresiones duras, como
"esos ateos fanáticos cuya intolerancia es análoga a la de los fanáticos
religiosos y tiene el mismo origen. [...] Son criaturas que no pueden
soportar la música de las esferas"5.
Einstein desarrolló sus ideas en un famoso artículo en
New York Times Magazine.
Según él hay tres estadios de la experiencia religiosa. Primero la
religión del miedo (al hambre, la enfermedad, los animales, la muerte),
propia de los hombres primitivos. La segunda es la religión moral o
social caracterizada por el deseo de guía, amor y apoyo y la creencia en
un Dios que premia y castiga y que ofrece vida tras la muerte. Estas
dos fases corresponden en el cristianismo al Antiguo y el Nuevo
Testamento. Tras ellas viene, en tercer lugar, lo que él llama el
sentimiento cósmico religioso, por el que el hombre percibe con asombro
el sublime y maravilloso orden y armonía de la naturaleza que la ciencia
moderna ayuda a comprender, al tiempo que siente la inutilidad y la
pequeñez de los deseos humanos. Se trata, dice, de algo difícil de
explicar a quien no lo tiene porque no se corresponde con ninguna idea
antropocéntrica.
Einstein cree que el sentimiento cósmico religioso se ve ya en los
Salmos
de David y en algunos profetas y, de modo más intenso, en el budismo.
Han avanzado por esa vía y lo han sentido personas de estilos vitales
muy diferentes; algunos han sido considerados santos, otros herejes o
incluso ateos. Como ejemplos, menciona a Francisco de Asís, a Spinoza y a
Demócrito (el sentimiento cósmico religioso se manifiesta en el amor
por las criaturas o las cosas de Francisco, por eso los ecologistas lo
consideran su patrono, en la adoración por el mundo de Spinoza y en la
pasión por el conocimiento de Demócrito). No le parece fácil llegar al
tercer estadio pues, aunque el orden del cosmos está ahí delante de
nosotros, se necesita un proceso de ascesis personal para lograr
percibirlo como misterio, llegando a afirmar: "La función más importante
del arte y de la ciencia es despertar el sentimiento de la religiosidad
cósmica en quienes lo buscan" (también dijo otra vez: "En esta época,
la ciencia cumple esa función mejor que el arte").
Pero, aunque
la tercera fase le parecía la más perfecta, no criticaba la segunda.
Poco después de su respuesta al rabino Goldstein, recibió de Eduard
Büsching, de Stuttgart, un libro de éste titulado No existe Dios,
publicado con el pseudónimo de Karl Eddi, que atacaba mucho a la
religión. En una carta, Einstein le agradeció el libro, pero añadiendo:
Los
seguidores de Spinoza vemos a Dios en el orden maravilloso de lo que
existe. [Pero] criticar la fe en un Dios personal es otra cosa. Así lo
hace Freud en su última publicación. Yo nunca lo haría, pues tal
creencia me parece preferible a la falta de toda visión trascendente de
la vida. La relación entre ciencia y religión le parecía
estrecha e importante. En una conferencia dada en un congreso de
teología en Nueva York en 1940 afirma:
La ciencia sólo
puede ser creada por aquellos fuertemente imbuidos de la aspiración
hacia la verdad [...]. Este sentimiento surge de la esfera de la
religión [...]. La situación puede expresarse de este modo: la ciencia
sin religión está coja, la religión sin ciencia está ciega. Para Einstein no hay incompatibilidad entre religión y ciencia, y así dice en otro texto:
¿Existe
en verdad una contradicción insuperable entre religión y ciencia?
¿Puede la ciencia suplantar a la religión? A lo largo de los siglos, las
respuestas a estas preguntas han dado lugar a considerables polémicas
y, más aun, a luchas denodadas. Sin embargo, no me cabe duda alguna de
que una consideración desapasionada de ambas cuestiones sólo puede
llevarnos a una respuesta negativa. La sensación de
armonía universal fue muy importante en su carrera científica, hasta el
punto de decir: "Creo que, en estos tiempos, los únicos profundamente
religiosos son los investigadores científicos serios". En otro escrito
de 1934 insiste en la idea de asombro ante el orden cósmico y en la
sensación del misterio. Dice allí textualmente:
Difícilmente
encontraréis entre los talentos científicos más profundos uno solo que
carezca de un sentimiento religioso propio. Pero es algo distinto a la
religiosidad del lego. Para éste, Dios es un ser de cuyos cuidados uno
puede beneficiarse y cuyo castigo teme... Para el científico [Dios] está
imbuido de la causalidad universal. Como vemos, la idea
de misterio juega un papel muy importante en su visión, y así lo explica
en un ensayo titulado "El mundo tal como yo lo veo" de 1930 (por
cierto, una grabación con la voz del mismo Einstein fue destruida por
los nazis y el texto estuvo perdido hasta 1966):
La
experiencia más bella que podemos tener es sentir el misterio [...]. En
esa emoción fundamental se han basado el verdadero arte y la verdadera
ciencia [...]. Esa experiencia engendró también la religión [...],
percibir que [tras lo que podemos experimentar] se oculta algo
inalcanzable a nuestro espíritu, la razón más profunda y la belleza más
radical, que sólo nos son accesibles de modo indirecto -ese conocimiento
y esa emoción es la verdadera religiosidad-. En ese sentido, y sólo en
ese, soy un hombre religioso. Pero no puedo concebir un Dios que premia y
castiga a sus criaturas. Sin embargo y en contra de lo
que podría sugerir este último párrafo, Einstein rechazaba el
calificativo de místico que alguna vez le fue aplicado. Una actitud
plenamente racional como la suya le parecía muy distinta a la de los
místicos.
En una entrevista de 1930, explica lo que para él es el misterio con esta parábola:
Somos
como un niño que entra en una biblioteca inmensa, cuyas paredes están
cubiertas de libros escritos en muchas lenguas distintas. Entiende que
alguien ha de haberlos escrito, pero no sabe ni quién ni cómo. Tampoco
comprende los idiomas. Pero observa un orden claro en su clasificación,
un plan misterioso que se le escapa, pero que sospecha vagamente. Ésa es
en mi opinión la actitud de la mente humana frente a Dios, incluso la
de las personas más inteligentes. La idea de un Dios no
personal parece ajena a las religiones monoteístas. Sin embargo algunos
teólogos cristianos la encuentran interesante y asumible con alguna
cualificación. Así el protestante Paul Tillich opinaba que la
inaccesibilidad de Dios hace necesario el uso de símbolos para hablar de
él, de modo que el predicado "personal" sólo puede aplicarse a la
deidad de modo simbólico o por analogía; o el católico Hans Küng, tras
conceder un gran valor religioso a la manera en que Einstein concibe la
causalidad universal, dice en su libro
¿Existe Dios?:
Cuando
Einstein habla de razón cósmica y ciertos pensadores orientales de
"nirvana", "vacío", "nada absoluta", hay que considerarlo como expresión
del respeto ante el misterio del Absoluto, frente a determinadas
concepciones "teístas" y excesivamente humanas sobre Dios [...].
La esencia divina, que desborda todas las categorías y es absolutamente
inconmensurable, implica que Dios no sea personal ni apersonal. [...]
El término "persona" es una cifra de Dios [en el sentido de texto escrito en clave].
La esencia divina, que desborda todas las categorías y es absolutamente
inconmensurable, implica que Dios no sea personal ni apersonal. [...]
El término "persona" es una cifra de Dios [en el sentido de texto
escrito en clave].
Es muy característico que las ideas
religiosas de Einstein se basan en una idea particular de Dios pero no
implican consideraciones éticas. Pues, si no existe el libre albedrío
porque nuestros actos están ya fijados por el férreo determinismo
universal, ¿cómo entender la responsabilidad ética?, ¿tiene sentido
rechazar algunas conductas como el asesinato o el robo? Él explicaba la
máxima cristiana "Ama a tu enemigo" diciendo:
No puedo
odiarle porque debe hacer necesariamente lo que hace [por necesidad
interna o externa. En este punto] estoy pues más cerca de Spinoza que de
los profetas. Por eso no creo en el pecado. Pero, cuando
se conocieron los detalles del Holocausto, se sintió horrorizado,
exclamando: "Los alemanes, todo ese pueblo entero, son responsables por
esos crímenes en masa y deben ser castigados si hay justicia en el
mundo".
A pesar de ello, Einstein concedía una gran importancia
a la ética, lo que le impulsó a defender posturas pacifistas. Su último
acto signifi- cativo fue firmar, pocos días antes de morir, el llamado
Manifiesto Russell- Einstein que llamaba la atención de los científicos y
de la opinión pública sobre el riesgo de una guerra nuclear y que
propone medidas para evitarla65 (como consecuencia se fundó el
movimiento Pugwash de científicos, que recibió el premio Nobel de la Paz
de 1995 a los cincuenta años de las explosiones de Hiroshima y
Nagasaki). Pero, si tomamos en serio sus ideas, ¿qué sentido tiene
intentar evitar una guerra que se producirá o no por pura necesidad, sin
que nadie pueda cambiar el curso de los sucesos? La contradicción es
evidente.
El primero en señalarla, en 1931, fue Robert A.
Millikan, premio Nobel en 1909 (quien había realizado los experimentos
que demostraron que la teoría de Einstein del efecto fotoeléctrico es
correcta y que lo conocía personalmente), al decir:
Me
parece imposible que sea determinista un hombre que tiene sentido de su
responsabilidad social, pues ésta significa libertad de elección y
autocrítica como consecuencia de haber tomado decisiones equivocadas. Conviene examinar esta contradicción.
En contra de lo que se suele pensar, Einstein no fue el primero de los
físicos modernos, sino el último de los clásicos. Aunque contribuyó de
modo decisivo a la física del siglo xx, sus modos de pensar estaban
profundamente enraizados en el determinismo de la física del xix (por
eso admiraba a Spinoza). A ello se debe su oposición a las ideas de la
física cuántica, basadas en leyes probabilistas y en la existencia de un
azar objetivo en el mundo atómico. Nunca las aceptó (aunque, por una
ironía de la historia, él mismo había contribuido a su creación). Su
conocida frase "No creo en un Dios que juegue a los dados" expresa su
rechazo a algo que le disgustaba profundamente: que en la física atómica
los electrones y las otras partículas tengan comportamiento aleatorio,
como si obedeciesen a los dados que alguien está tirando.
Sobre
ello mantuvo una polémica con Niels Bohr a lo largo de treinta años,
explicada ya en el capítulo 4. En sus esfuerzos por obtener un nuevo
esquema determinista que sustituyese a la teoría cuántica, llegó incluso
a negar el tiempo como posibilidad del devenir, apostando claramente
por la necesidad frente al azar. Cuando su amigo de juventud Michele
Besso falleció poco antes que él mismo, escribió a su hermana y a su
hijo una carta diciendo: "Michele se me ha adelantado en dejar este
mundo. Poco importa. Para nosotros, físicos convencidos, el tiempo no es
más que una ilusión, por persistente que parezca"67. Con ello quería
decir que, si todo está determinado, no puede aparecer nada nuevo que no
estuviese ya antes de algún modo. Nótese que el fluir del tiempo
implica la aparición de novedades, ideas que surgen, canciones que
alguien compone, personas que nacen. En ese sentido negó Einstein el
tiempo: en la dualidad entre el ser y el devenir, sólo veía el primero,
tomando al segundo como una mera ilusión.
Pero, según el juicio
prácticamente unánime de los físicos de hoy (aunque con algunos
disidentes respetables), Einstein estaba equivocado en este punto y Bohr
llevaba razón. El resultado de una serie de brillantes experimentos
realizados en las últimas décadas confirma la idea de que la ciencia del
siglo XX es mucho menos determinista que la del XIX, combinando el azar
y la necesidad en la suficiente medida como para admitir que el devenir
es tan importante como el ser y que lo que cambia y lo que permanece
tienen valores comparables. Hoy vemos el cosmos como un proceso
histórico, la sucesión de varias evoluciones encadenadas -cósmica,
biológica, cultural y personal- cuyo futuro no conocemos bien, pues
habrá en él novedades no previsibles hoy.
Cabe, por ello,
preguntarnos qué pensaría Einstein sobre Dios y el misterio si hubiese
llegado a aceptar el indeterminismo esencial de los constituyentes
básicos de la materia -lo que probablemente habría hecho de haber vivido
hoy en la plenitud de sus facultades-. ¿Admitiría la aparición de
formas realmente nuevas en el mundo? ¿Creería en la libertad personal?
¿Cambiaría su visión de la ética? ¿Cómo concebiría a Dios? Sin duda
tienen estas preguntas el fascinante atractivo de las que nos incitan
pero nadie puede contestar.
Otro ejemplo interesante es Max
Planck, quien abrió el camino al mundo cuántico con su famosa hipótesis.
Nieto y biznieto de pastores y teólogos luteranos, Planck no veía
ninguna contradicción entre ciencia y religión; más aún: encontraba
convergencias y paralelismos68. La impresión producida por el orden y
armonía de las leyes de la naturaleza, muy marcada en él, fue motor y
estímulo de su trabajo. Einstein decía que "el anhelo de contemplar esa
armonía es la fuente de la paciencia y perseverancia inagotables con que
Planck se ha dedicado a la ciencia", y añade que la intensidad de su
dedicación no se debe a la disciplina o a la fuerza de voluntad, pues su
actitud mental es "la de un hombre religioso o un amante; el esfuerzo
diario no nace de ningún programa o intención deliberada, sino
directamente del corazón", descripción que no deja de recordar a la que
Johannes Kepler, el descubridor de las leyes del movimiento planetario,
hacía de su dedicación a la ciencia.
A su famosa ley de la
radiación electromagnética le llevó precisamente la búsqueda de lo
Absoluto, que creyó haber encontrado en su constante de acción
h gobernadora del intercambio de energía entre la materia y la radiación. Así lo veía él:
Nuestro
punto de partida es siempre relativo. Así son nuestras medidas [...]. A
partir de los datos obtenibles, se trata de descubrir lo Absoluto, lo
General, lo Invariante que se oculta tras ellos. Para él,
esto es muy significativo, la ciencia no permitirá nunca explicarlo
todo: siempre estaremos frente al misterio. Textualmente afirma:
El
progreso de la ciencia consiste en descubrir un nuevo misterio cada vez
que se cree haber resuelto una cuestión fundamental [...]. La ciencia es incapaz de resolver el misterio último de la naturaleza
[la cursiva es mía].
Esta sensación de asombro maravillado ante el orden y armonía del
cosmos se fue acentuando a lo largo de su vida, pero fue también
alejándose de la idea de un Dios personal en una convergencia hacia el
punto
de vista de Einstein. Desde los años treinta se fue
interesando cada vez más por la religión y empezó a dar conferencias
sobre su relación con la ciencia, insistiendo siempre en la falta de
oposición entre ellas al decir:
Las ciencias de la naturaleza
atestiguan un orden racional al que la naturaleza y la humanidad están
sometidas, pero un orden cuya esencia íntima permanece incognoscible
[...]. Los resultados de la investigación científica [...] nos confirman
nuestra esperanza en el progreso constante de nuestro conocimiento de
los caminos de la razón todopoderosa que gobierna el mundo.
Confesaba luego su creencia en que Dios es percibido directamente por
el individuo religioso, aunque no pueda ser aprehendido por la razón y
solía terminar con un párrafo vibrante que hablaba de "una batalla común
de la ciencia y la religión, una cruzada que nunca termina cuyo grito
de llamada es y será siempre: ¡Hacia Dios!".
Tras oír esas
opiniones puede parecer extraño que no creyera en un Dios personal,
tanto más cuanto que solía participar en actos de culto como miembro de
un consejo de ancianos de un templo cristiano de Berlín, pero él lo
decía muy claramente: "Siempre he sido profundamente religioso, pero no
creo en un Dios personal y mucho menos en un Dios cristiano". Por ello,
su postura ha sido interpretada como una forma de panteísmo. Sin
embargo, su Dios tenía ciertamente rasgos personales, pues Planck
expresaba su confianza en él y su relación de dependencia. Cuando en
1944 su hijo Erwin, a quien se sentía profundamente unido, fue ejecutado
por los nazis por su implicación en el frustrado atentado contra Hitler
-otro hijo había muerto durante la primera guerra mundial y sus dos
hijas gemelas, de sobreparto las dos-, escribió a su amigo Alfred
Bertholet el 28 de marzo de 1945:
Lo que me ayuda es que
considero un favor del cielo que, desde mi infancia, hay una fe plantada
en lo más profundo de mí, una fe en el Todopoderoso y Todobondad que
nada podrá quebrantar. Por supuesto, sus caminos no son los nuestros,
pero la confianza en él nos ayuda en las pruebas más duras.
Estas palabras sólo tienen sentido si para él Dios era un ser que puede
ser considerado como personal, con el que se puede tener una relación
de yo a tú, no de yo a ello. Aunque no se sentía identificado con
ninguna iglesia, participaba en sus ritos, lo que se explica por su
aceptación del lenguaje simbólico como vía de acercamiento a Dios, pues
para él un símbolo religioso era una indicación o un camino hacia algo
superior e inaccesible a los sentidos que, aunque efímero y relativo,
sugiere una vía hacia lo inmutable y lo absoluto. En eso radica la mayor
diferencia entre Planck y Einstein: para este último la verdadera forma
de la religión es la ciencia, mientras Planck las consideraba como dos
estructuras distintas que no se oponen entre sí.